Facultad de Arquitectura y Urbanismo
de la Universidad de Chile

Violencia
Sergio Rojas
Universidad de Chile
Facultad de Artes
¿Cómo es que un gobierno desde el cual se veía a Chile como un “oasis” en medio de un continente convulso, decide dictar un estado de excepción encargando a las FF.AA. la represión de la población? ¿Cómo es que no se vio venir aquel estallido social de magnitudes inéditas, siendo que en septiembre de este mismo año Chile aparece como el cuarto país más infeliz en el mundo?

El Estado de excepción es un dictamen mediante el cual se suspenden o restringen en el país derechos fundamentales de los ciudadanos, ampliando así las facultades del gobierno en el ejercicio policial y militar del poder. El objetivo es enfrentar situaciones de facto graves, tales como catástrofes naturales, alteración generalizada del orden público, guerra. El problema que esta figura plantea es que se trata de una suspensión de los derechos de las personas que opera ella misma conforme a derecho. La pregunta es cómo llegó a ocurrir esto en Chile: un país que exhibía altos índices de desarrollo macroeconómico, que “exportaba” al mundo su sistema de ahorro previsional, con un ingreso promedio per cápita con el que lideraba en América Latina. Un país que en diciembre del 2017 había optado por un gobierno de derecha (con apoyo del 57 % de los votantes). El problema es doble. ¿Cómo es que un gobierno desde el cual se veía a Chile como un “oasis” en medio de un continente convulso, decide dictar un estado de excepción encargando a las FF.AA. la represión de la población? ¿Cómo es que no se vio venir aquel estallido social de magnitudes inéditas, siendo que en septiembre de este mismo año Chile aparece como el cuarto país más infeliz en el mundo?

Lo que vino a hacer manifiesto el estado de excepción es el régimen de violencia cotidiana desde hace años invisibilizado por la normalizada subjetivación de carencias, miedos, malestar. Si el estado de excepción implica la suspensión de derechos, haciendo a la población vulnerable a la acción policial desde el Estado, entonces una dimensión del país vive desde hace décadas en “estado de excepción”. El orden ciudadano se sostiene sobre la base de la normalización de la exclusión. Un elemento estructural a esta normalización es la legitimación del uso de la fuerza como una especie de “mal menor”: medidas de control, disciplina y fuerza que se juzga necesario ejercer para combatir un “mal mayor”, cuyo ejemplo ejemplar en la sociedad neoliberal suele ser el terrorismo. Una moral del “mal menor” expresa la disposición a apoyar el uso de la violencia para defender una forma de vida que reconoce en la libertad individual un valor fundamental. Desde esta perspectiva, existiría contenida en nuestra cotidianeidad una violencia originaria que viene desde la modernización del país implementada por la dictadura de Pinochet, la que, con un soporte maestro en las políticas de privatización, promovió una eficaz mercantilización de las relaciones entre los individuos. Ya en los ochenta la caricaturesca estética nacionalista, fundacional y mesiánica difundida desde la Junta Militar cedió a la “diversidad” del consumo que el mercado neoliberal traduce por libertad.

De alguna manera, aquella “violencia originaria” –irreconocible, aunque respirable– hizo también la transición desde la dictadura, hasta que una parte de ella emergió explosivamente en los pasados días, poniendo en cuestión la forma paradójica en que habíamos hecho habitable ese otro “estado de excepción”. Por una parte, después de las catástrofes sociales y políticas acaecidas en el siglo XX, surge a escala global el reconocimiento del valor de la vida humana. Sin embargo, la “defensa de la vida” se fue tramando internamente con el principio de la propiedad y el interés privado, justificando en cada caso el uso pacificador de la violencia, siendo su criterio de legitimación la eficacia y relativizando el respeto imperativo de los Derechos Humanos.

Ha finalizado por ahora el estado de excepción decretado por el gobierno. Permanece en el país la conciencia (¿insobornable?) de que habitamos en lo inhabitable.