Facultad de Arquitectura y Urbanismo
de la Universidad de Chile

Trabajo
Amari Peliowski
Universidad de Chile
Facultad de Arquitectura y Urbanismo
El éxito del estallido social, en tanto expresión ciudadana espontánea y colectiva, depende así en gran medida de que no estemos trabajando al ritmo acostumbrado, al menos en su definición tradicional, neoliberal y productivista. ¿Qué pasa cuando no trabajamos y no estudiamos? La ausencia de ese espacio laboral no hace desaparecer la productividad, sino que la transmuta en algo más difícil de administrar: aparece una enorme ansia con una doble faz creativa y destructiva a la vez.

El viernes 18 de octubre marcó un punto de inflexión en nuestras rutinas diarias, lo que puso en cuestión y de manera radical, nuestra propia relación con el trabajo. Las escuelas, las universidades, las oficinas y los lugares de trabajo cerrados. De pronto niñas y niños, jóvenes, adultas y adultos nos vimos en casa sin planes claros –u horario riguroso— para un futuro próximo. El éxito del estallido social, en tanto expresión ciudadana espontánea y colectiva, depende así en gran medida de que no estemos trabajando al ritmo acostumbrado, al menos en su definición tradicional, neoliberal y productivista. ¿Qué pasa cuando no trabajamos y no estudiamos? La ausencia de ese espacio laboral no hace desaparecer la productividad, sino que la transmuta en algo más difícil de administrar: aparece una enorme ansia con una doble faz creativa y destructiva a la vez. Las 45 horas de la jornada semanal del trabajo de subsistencia se transforman en 45 horas de marcha, ocio, discusión, convivencia, caminatas abstemias de metro, lecturas, artesanía de carteles, grafittis, canciones y memes. También se transforman explosivamente en la violencia y fuego de una rabia acumulada por años de un trabajo mal retribuido, material y afectivamente. La aspiración rutinaria a la recompensa económica muta así en un deseo de gratificación emocional y de venganza contra un patrón metafórico.

 En 1751 la primera enciclopedia de Diderot y D’Alembert definía el trabajo como “una ocupación diaria a la cual el hombre está condenado por su necesidad, y a la cual él le debe al mismo tiempo su salud, su subsistencia, su serenidad, su buen sentido y puede ser que su virtud”. Se combina en una misma frase así la condena y la promesa de recompensas físicas y espirituales, obligación y placer. Casi trescientos años después, un país despierta para advertir que el trabajo –y el estudio, dirán las y los estudiantes— tiene mucho más de condena que de goce: las infinitas y onerosas horas de desplazamiento entre hogar y trabajo, las deudas universitarias, la contaminación, la falta de tiempo de ocio, la ausencia de garantías de salud, la exigencia categórica pero selectiva de gran virtud (“no robar”, a no ser que tengas cuello blanco) y el horizonte de una gratificación económica, exclusivamente económica, poca serenidad traen, empujando la balanza hacia la experiencia captiva y alienada que ha atizado gran parte de las revoluciones populares de la historia contemporánea.

 Algo se ha debilitado estos días en la cadena circular de producción y consumo; se está produciendo menos, pero también se está consumiendo menos. Aparentemente no es el fin del mundo, como se ha hecho creer. Más bien pareciera que pudiera crearse otro mundo posible, decreciente y austero. ¡A trabajar por la disminución del trabajo!