Facultad de Arquitectura y Urbanismo
de la Universidad de Chile

Río
Felipe Pizarro
Universidad Católica de Chile
Facultad de Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos
Caminé 40 años solo el viernes 18 de octubre hasta que de la nada me topé con el río. Me lo encontré en el mismo lugar en el que siempre lo busqué: en el medio de la ciudad, corriendo furioso por el cañón abierto de la Nueva Providencia. Había estado siempre escondido allí, fluyendo a metros de profundidad por sus napas secretas. Ese día y solo ese día las aguas subterráneas se habían visto obligadas a emerger de sus túneles hasta la tierra seca del exterior, desbordando las veredas que no daban abasto al caudal. Era un río formado por miles de caminantes forzados como yo.

Mis paseos a media tarde siempre fueron al lado del río. Consciente o no, algo dentro de mí albergaba una esperanza profunda en una verdad que supe hace mucho, cuando tenía 15 años: que Siddhartha alcanzó la iluminación escuchando el río. Caminaba por su lecho, mirando el delgado hilo de agua al que había sido reducido. Cruzaba a diario sus puentes, fantaseando con ser el barquero que destrabaría su misterio, que comprendería su mensaje. Pero el agua era muda. El ruido quedaba sepultado por los estruendos violentos de los sordos e imprudentes, que en su prepotencia eran más ruidosos que él. Con el tiempo el río se secó: desapareció de la faz de la tierra. Desprovisto de sendero, pero ansioso de seguir caminando, me vi obligado a vagar por el desierto, unido ahora a las romerías en búsqueda del agua perdida.

Caminamos 40 años en el desierto. Caminamos desde 1979, el año en que la vieja ciudad fue desgarrada y rehecha a pedazos. Caminamos engañados por espejismos en el horizonte, saciándonos con el agua de oasis moribundos, falsas promesas de vida, pantanos polutos de pastizales duros y polvorientos. Caminé 40 años solo el viernes 18 de octubre hasta que de la nada me topé con el río. Me lo encontré en el mismo lugar en el que siempre lo busqué: en el medio de la ciudad, corriendo furioso por el cañón abierto de la Nueva Providencia. Había estado siempre escondido allí, fluyendo a metros de profundidad por sus napas secretas. Ese día y solo ese día las aguas subterráneas se habían visto obligadas a emerger de sus túneles hasta la tierra seca del exterior, desbordando las veredas que no daban abasto al caudal. Era un río formado por miles de caminantes forzados como yo, un río que se deslizaba debajo del sol primaveral, bajando por la pendiente del valle hasta Plaza Italia, hasta La Moneda, hasta Las Rejas y más allá; hasta llegar al mar. Lleno de júbilo recordé a Siddhartha y me esforcé en escuchar el río. Y el río lloraba y reía, cantaba y bailaba, abrazaba, gritaba y destruía. Y el río tenía padres, madres, hijos, nietos, hermanos, amigos y desconocidos. Todo eso era el río.

Caminé horas junto a él, entre las nubes de las lacrimógenas que lo cubrían, entre las piedras de su lecho que era revueltas por sus aguas violentas. Veía cómo grandes y pequeños barcos colmados de pasajeros navegaban su cauce. Navíos que sin excepción se estrellaban y naufragaban al llegar a Santa Lucía. Allí ya nada quedaba del hilo de agua que alguna vez conocí. El río se transformaba en catarata súbita, de altura inimaginable y cauce desbordado; sus murmullos se transformaban en rugidos al caer metros abajo. Ya no quedaba borde alguno para caminar. La única forma que quedaba de avanzar era zambullirse, naufragar con él.

La mañana del sábado 19, el Río Aconcagua volvió a fluir por Petorca. No sabemos si por casualidad o por miedo a la insurrección. No importa: el hecho es que el río fluye y limpia el lecho seco de una tierra yerma desde hace años. Pero calma, entusiastas, que lo que viene ahora, nos guste o no, es lo mismo que ocurrió con el río de las mil voces ayer: ahora viene la inundación.