El pueblo no es la masa ni la horda ni un cuerpo que hace cuerpo consigo mismo –por mencionar solo algunas de las definiciones despectivas con que tendió a rotularlo, a izquierda y derecha, una parte del pensamiento moderno–; es más bien, como acaban de probarlo las multitudes que tapizaron repentinamente las plazas y las calles de Chile, la aparición de una potencia que destituye el poder de los nombres y las categorías sobre las cosas. Por eso no se puede saber exactamente qué cosa es un pueblo, a excepción de que se lo comprenda como una fuerza heterónoma al orden del pensamiento y la cadena de conceptos que lo definen. Lo justo sería en realidad pensarlo como un escándalo, es decir, como el estallido de una multiplicidad inesperada en el espacio de una unidad organizada. Esta unidad puede ser la plaza en la que se pone el sol mientras juegan los niños, el monumento solemne al prócer que abrevia una historia o la propia filosofía, donde el pensamiento permanece en un cierto orden.
Pero de pronto decimos “hay un pueblo”, y esto no lo hacemos porque conozcamos su esencia o su sustancia, sino porque nos hemos convertido en testigos de un momento. Este momento es el de la suspensión de las jerarquías que habíamos naturalizado y el del instante creativo que arrebata un mendrugo de tiempo a la repetida sintaxis de la historia para espaciarlo en el festín de los cuerpos que se han vuelto soberanos respecto al modo en que quieren estar juntos.
Este momento –el verdadero momento de la política– no tiene afuera porque no puede ser hablado por nada que no sea él mismo. Lo que así cae y se triza violentamente en el suelo no es el discurso de un determinado filósofo o de un determinado amo, es el discurso mismo desnudado y expuesto por la potencia destituyente del pueblo en calidad de discurso amo. El contenido de este discurso no se mide por lo que dice, se mide por su exterioridad y su distancia respecto a la performance que es inmanente a los cuerpos que escriben su momento colectivo.
Es un momento desordenado, gozoso y sucio -como el de los niños-, pero que resiste precisamente por esto la presión de la idea que busca subordinarlo una vez más al dictado del guion o del texto. Se trata en última instancia de una guerra de las pobres contra los ricos, pero una guerra entre pobres y ricos no es solo una lucha entre quienes no poseen y quienes poseen los medios de producción, sino entre la multiplicidad y lo uno, entre los cuerpos que están por delante de su gramática trazando anudamientos libres entre las imágenes, los textos y las voces, y la milenaria historia de la representación y el teatro en tanto historia de la institución moral de occidente: la de la subsunción de los cuerpos libres a la supremacía del texto y el orden del discurso.