La ciudad despierta transformada en una nueva imagen de sí misma. Los muros rayados son más imagen, marca, traza, que mensaje. Todos ellos se entretejen como un solo discurso que vocifera. Otras imágenes aparecen en las calles de la misma ciudad, de muchas ciudades, imponiéndose a los muros, creativas en su fuerza material: fotos intervenidas, stencil, cuerpos en acción.
Tantas otras imágenes registradas por tantos ojos, desde una esquina agazapados, o enfrentando la violencia sin temor. Cámaras por todas partes (ya no las de la vigilancia oficial) sumándose a la imagen de la ciudad, componiéndola en un montaje que ocurre paralelamente en distintos soportes, que sale del cuadro para poner atención en todo lo que la desborda. Ya no la imagen postrepresentacional maquínica, sino la postrepresentación del acto, de una imagen que no habla de otra cosa fuera de sí misma, que es acción, que ocurre, que transcurre, que activa el mundo a su alrededor.
Cuando la manifestación ya llevaba una semana encendiéndose y propagándose y había sido amenazada por la presencia de los militares en las calles, el viernes 25 de octubre la fuerza popular inundó el centro de Santiago. Ese día, Susana Hidalgo disparó su cámara para registrar una de las visiones icónicas de estos días: un cuerpo hecho de cuerpos que suprime en su densidad el monumento que usa como viga para sostenerse, un leviatán descabezado que se erige como puro cuerpo plural coronado por la bandera mapuche y en ese código borronea los límites del sueño autoritario nacionalista. La Wenü foye como exclamación urgente, recordándonos que lo que debe repararse y reconfigurase son los cimientos de una injusticia que tiene mucho más que 30 años, mucho más que 47: violencia colonialista, extractivista y patriarcal que instauró las mismas bases de la sociedad chilena.
Y luego, en el Temuco de las luchas mapuche una nueva imagen-acto surge en toda su potencia, como declaración profunda de un cambio que tiene lugar en el territorio simbólico y material al mismo tiempo. La imagen del relato oficial grabado en piedra, los monumentos a los genocidas que han monopolizado desde la violencia las narrativas posibles de la historia, es destruida (ya habíamos visto caer, días antes, la imagen de Francisco de Aguirre en La Serena). Resignificación de la imagen, reescritura de la historia, una imagen sancionada que se desploma y da lugar a una nueva: Caupolicán sosteniendo la cabeza de su opresor. La imagen es múltiple: la que se destruye, su propia destrucción como imagen, la que se interviene y abre un portal de transformaciones en los imaginarios. Ese momento es la imagen-acto, al que sólo podemos acceder hoy por el registro, una acción que da vuelta el mundo y lo pone de cabeza, ensanchando los límites de lo posible y rompiendo con la linealidad perversa de la historia que nos han impuesto. Un tiempo que ocurre siempre en presente con el pasado como visión y donde la imagen está ahí no para representar sus fronteras, sino para dinamitarlas.