Hasta aquí no solíamos “sentirnos históricos”, más bien, hasta hace un mes atrás, nuestra relación con la historia era externa: la leíamos (novelada o hecha crónica por una buena pluma que consiguió ser un éxito de ventas) o la visitábamos (en formato patrimonio, como turistas). Su “defensa”, ante la iniciativa gubernamental de eliminarla del último tramo de la enseñanza media, fue más bien gremial.
Seguro no es el mismo de antes, pero de alguna manera ha vuelto sobre nosotros el “sentimiento de la historia”: primero como pura perplejidad, luego como entusiasmo, y hoy como incertidumbre y sospecha. Todos estos estados superpuestos y suscitados en un lapso de apenas días, nos han extenuado, pero también han producido en nosotros un efecto. Habrá quienes comiencen a entenderse como “sujetos históricos”, y otros al menos como sujetos “de” la historia. Pero el hecho es que parece ser que estamos nuevamente “en la historia” (incluso en La Historia). Y ronda sobre nosotros una pregunta: ¿de dónde vino y a dónde irá todo esto?
El año 2000 –en Buenos Aires– Hayden White planteaba que la pregunta por la historia surge en los momentos de crisis. Pero ¿qué es una crisis? o más bien ¿cómo se la percibe? Una respuesta posible, alejada de cualquier funcionalismo sociológico, es que la crisis es un momento de extrema desorientación, de desconcierto y perplejidad, pero además de una duración y complejidad que excede al individuo. Sabemos que hemos entrado en crisis por un acontecimiento, o un tipo de acontecimientos que la inauguran. Pero para que haya acontecimiento, para percibir la crisis, necesitamos de un fondo, es decir, de un relato previo cuya estructura y tipos de relaciones establecidas se vuelven impotentes para tramar “lo que nos pasa”. Dominick LaCapra ha señalado que un acontecimiento es “aquel que supera la capacidad imaginativa de concebirlo o anticiparlo. Antes de que ocurriera no fue –acaso no pudo serlo– previsto ni imaginado, y no sabemos a ciencia cierta qué es verosímil o plausible en ese contexto”.
Pero ¿qué hacer con el acontecimiento? Hoy no sabemos bien qué, pero en tiempos de la Filosofía de la Historia lo que se hizo fue “domesticarlo”, es decir ajustar el relato previo para darle un lugar. No otra cosa hizo Kant cuando el terror de la Revolución Francesa puso en cuestión el relato progresista de la historia, desviando la atención de quienes protagonizaban el acontecimiento hacia el entusiasmo que inundaba a sus espectadores, consiguiendo así la prueba de que la humanidad sí progresaría hacia mejor. O si nos vamos a otra orilla del tiempo, lo que hizo San Agustín, con la invasión bárbara a una Roma recién consagrada al cristianismo que ponía a prueba la promesa del engrandecimiento del imperio, conectando el acontecimiento con una cadena de acontecimientos del mismo tipo que descubría en las profundidades del pasado bíblico, iluminados por una lógica: la ciudad del Diablo ataca a la ciudad de Dios: la invasión bárbara –entonces– demuestra que Roma se halla santificada.
En este sentido el problema parece ser hoy la no disponibilidad de ningún relato (al menos laico) para tramar el acontecimiento. Pues en gran medida el estallido social ha sido fruto del descrédito de todo relato, de toda promesa. Puede que estemos de vuelta en la historia, pero para no volver más a ella.