Al parecer muchos de nuestros enfrentamientos como sociedad tienen hoy que ver con la falta de empatía con el resto. Con el tiempo escaso y una sociedad cada vez más compleja. Al parecer dejamos de vernos, de escucharnos y de sentirnos. Con eso la distancia a ratos parece infranqueable a tal punto que tememos del otro en su legítima otredad.
Y es que en el tránsito a una sociedad moderna nos aproximamos a habitar en el mundo de las cosas, y no en el mundo de la vida de Husserl. (Aunque no hay que confundir con algunas alteraciones a la conciencia en nuestros regentes que dicen que se nos aproxima otro mundo, el alienígena).
Al sumergirnos en el mundo de las cosas el sentido de vivir se distancia y hemos comenzado a divagar como sociedad en una masa que no piensa y solo sigue al “deber” que pocas veces tiene relación con un deber hacia nosotros mismos, sino que más bien un deber exteriorizado, con aquel que es capaz de conseguir las cosas.
Nos olvidamos también de pensar, no utilizamos el pensar en su sentido mas amplio, sino que solo un pensar utilitario (según la línea de Heidegger). No dejamos espacio para que nuestro pensar divague articulado con el sentir, ya que la falsa llamada hacia la eficiencia nos dirige a la noción de que el tiempo es escaso y, por lo tanto, la productividad y optimización es la ultima meta.
Es en ese descanso de aquella parte del cerebro que articula el pensar (y del resto del cuerpo, pues finalmente es un todo) que la empatía se nos aleja. La empatía nos quita tiempo pues, al ponerme en la situación del otro, tengo que imaginarme escenarios tan diversos como personas, y ese ejercicio extenuante se evita. En esa evasión “el otro” se nos escurre entre los opuestos, entre el bien y el mal, la izquierda y la derecha, el rico y el pobre, y todas aquellas demonizaciones binarias que hacemos en nuestra necesidad de clasificar para entender.