Facultad de Arquitectura y Urbanismo
de la Universidad de Chile

Ciudades
Enrique Aliste
Universidad de Chile
Facultad de Arquitectura y Urbanismo
Y es que no se trata solo del modo en que se accede a los bienes y servicio que hoy nos dictan las pautas del desarrollo, y que difícilmente va a cambiar de un modo muy rápido. Se trata además del modo en que comenzaremos a reconstruir nuestra convivencia, más allá de las posiciones y el lugar en la sociedad. ¿Se puede hacer aquello si la mayor parte de la élite sigue enclaustrada en sus barrios desarrollados, del país desarrollado en donde todo habla de desarrollo?

Dimensionar lo ocurrido este octubre de 2019 en Chile, nos lleva a los cientos de textos, gráficos, mapas, discusiones, eventos, congresos, seminarios, cursos, lecturas, autores y un largo etcétera que podría llevarse varias líneas que hoy parecen escasas.

No puede ser sencillo el siniestro balance de las atrocidades de las que comenzamos a saber, enterarnos y difundir desde el mismo viernes 18, en tiempos donde la fortuna de tener redes sociales nunca fue tan valiosa. Muchas de estas atrocidades incomprensibles, especialmente pensando que nos encontramos ad portas de la tercera década del siglo XXI, ha logrado saberse gracias, precisamente, a esta nueva plataforma que se transforma también en una forma efectiva e interesante de hacer y ejercer ciudadanía a través de los dispositivos móviles.

Pero entre tantas cosas, otra que ha quedado en evidencia durante esta semana, es que hay una herida que no sabemos bien cómo se sana, pues si apostamos a que sólo con medidas económicas esto puede revertirse, creo que nos equivocamos profundamente. Es verdad que aquello ayudaría bastante y, en caso de acceder, sería avanzar mucho en disminuir aquellas brechas que nos hablan del mismo país en donde un alto ejecutivo de la plaza puede tener un sueldo mensual de más de trescientas veces el sueldo mínimo, o más de ciento ochenta veces el sueldo promedio que gana la mayoría de los chilenos. Y que como si tanto fuera aun poco, proporcionalmente, este ejecutivo paga menos impuestos que aquel que gana el mínimo o el sueldo promedio. Y se trataría, por lo demás, del mismo ejecutivo que quería recibir ahora una reintegración de los impuestos pagados, es decir, que del dinero recaudado para las arcas fiscales, esas que se supone ayudan al bien común de un país, se les devolviera a ellos.

Entiendo que eso ya no va, pero tuvieron que morir personas, destruir varias estaciones de metro, saquear supermercados, decretar estado de excepción, sufrir detenciones ilegales, tortura, vejaciones sexuales, todo eso por lo menos, para que “cedieran” en sus aspiraciones de lo que probablemente ellos entienden como “justo”.

El gran desafío, entonces, parece ser más bien ético. Sí, precisamente aquel tema sobre el que versan las clases que, por condena judicial, han tenido que recibir dos importantes miembros de la élite económica chilena que financiaron ilegalmente la política por años. ¡Vaya condena!

Y es que no se trata solo del modo en que se accede a los bienes y servicio que hoy nos dictan las pautas del desarrollo, y que difícilmente va a cambiar de un modo muy rápido. Se trata además del modo en que comenzaremos a reconstruir nuestra convivencia, más allá de las posiciones y el lugar en la sociedad. ¿Se puede hacer aquello si la mayor parte de la élite sigue enclaustrada en sus barrios desarrollados, del país desarrollado en donde todo habla de desarrollo? Y, por otra parte, mientras en muchísimos de los barrios que fueron el resultado de las “exitosas” políticas de vivienda durante una treintena de años, la realidad dista mucho de los códigos propios que hablan de aquella difusa y extraña idea de desarrollo. O peor aun, el desarrollo se ha articulado como aquella noción que permite movilizar el mundo basado en un imaginario.

Hubo en el Santiago de este octubre encendido, una ciudad que efectivamente era el oasis al que aludía el presidente en su desafortunada alocución; un Santiago tranquilo, bien abastecido, con comercio abierto y normal, con supermercados casi normales, si no fuera por el toque de queda, que suponemos, los que estamos lejos de allí, habrá operado como para el resto de la ciudad. Cabe hacer notar la excepción de lo ocurrido en las cercanías del metro Manquehue, en donde las pacíficas muestras de las y los vecinos del entorno, no precisamente populares o identificados con el chavismo o el socialismo internacional, recibieron durísimas respuestas de parte de las fuerzas militares y policiales a tiro de fusiles y avance de tanquetas, en un hecho inédito en la memoria colectiva de Chile.

Pero al mismo tiempo, en las antípodas de la misma ciudad, un Santiago sitiado no sólo por la represión policial reinante en los principales ejes de la zona céntrica, teniendo como epicentro la Plaza Italia, sino extendiéndose hacia las periferias cuyos relatos más crudos estuvieron en las abandonadas comunas de las márgenes como Puente Alto, Maipú, Quilicura, La Florida, La Pintana, entre otras, en las que el pillaje y la barbarie se hicieron parte del mismo estado de ánimo de reclamo, pero en donde la fiesta y el carnaval estaban muy lejos de sentirse. Mientras militares y policías se esmeraban en disuadir y reprimir con violencia las pacíficas protestas en las zonas centrales o más acomodadas, las periferias debían lidiar con los saqueos y el desamparo producto de un brutal abandono de la idea del orden público.

Para mí, estas escenas me resultan espantosas. Jóvenes pobres de los barrios bajos, que visten uniforme militar probablemente porque en su mundo es una efectiva (a veces única) alternativa laboral, deben venir a proteger los barrios de las élites que los desprecian. Mientras tanto en sus barrios, impera la ley del más fuerte al desamparo absoluto del Estado y del gobierno a cargo. Como esta escena, muchas más, como las de las asesoras del hogar, los trabajadores de la construcción, los conserjes de edificios, las y los vendedores en ciertas tiendas de mall, etc., etc. Cada una y cada uno de ellos, cotidianamente, debe cruzar la ciudad de extremo a extremo, madrugando como le gustaba al ahora ex ministro Fontaine, dejando así la vida en la calle y compartiendo el mundo entre universos tan disímiles como los que se fraguan bajo el sol implacable de un Santiago que es capaz de contener tantas ciudades como situaciones existen en él. Estudiantes, profesoras y profesores, técnicas y técnicos, entre tantas y tantos otros, repiten la escena, a la que se suman las y los miles de trabajadores a honorarios (el nuevo “boletariado”), las y los trabajadores por cuenta propia y tantos otros que visten el uniforme de la precarización laboral, que también son parte del mismo ramillete de situaciones que al modelo chileno le encanta adornar con el concepto del emprendimiento.

Por lo pronto la mía es apenas sólo una primera lectura: no hay ciudad posible cuando el territorio está así de fragmentado. La fractura de la sociedad se acompaña de un espacio que se ha cercenado para que lo que vivamos sea casi una reacción natural. La perplejidad de las élites también es eso: lo vivido no siempre calza con lo que habitamos, porque habitamos territorios tan, pero tan distintos, que nuestras experiencias de vida se diluyen en reconocer como nuestros a los que están cotidianamente a nuestro lado. Los demás, siempre serán otros sospechosos, otros que en su diferencia está precisamente la sospecha y por ello, nuestra negación. ¿Qué proyecto colectivo se puede construir así? Aquí tenemos entonces, uno de los primeros desafíos: mirarnos, reconocernos, sentirnos parte de lo mismo. No es fácil, pero tenemos la responsabilidad de iniciar el camino.

En mi concepto, la Asamblea Constituyente es y debe ser el camino en donde las diferencias se puedan hacer visibles a partir de la debida comprensión de que esa diferencia es la que nos hace ser lo que somos. Y luego de lo vivido estas semanas recién pasadas, tenemos todo el derecho y la esperanza de sentir que lo que iniciamos, es el primer paso de un largo viaje. Un viaje que es largo y agotador, pero que promete una vida mejor. En nosotros está el no desaprovechar la oportunidad.