Hace algunos años, ser objeto de ceguera resonaba más bien como un eco lejano de la barbarie o de los mitos de pueblos de la antigüedad, por ejemplo el del dios del Olimpo que es capaz de revocarle la visión a los mortales como un castigo divino, según cuenta el mito de Teresios y la pelea entre Hera y Zeus. O avanzando en el tiempo, en la edad media, la ceguera como tortura pública realizada a los súbditos rebeldes se instaló como una práctica de control de los señores feudales.
Esta cierta mitificación o separación del humano de la barbarie, como proyecto de la Ilustración y el posterior proceso modernista, se va quebrando en la medida que vuelven a aparecer nuevos casos de control sobre los cuerpos mediante mutilaciones oculares. No hay que ir muy lejos, porque en mayo del 2016 nos horrorizaríamos ante la brutalidad misógina cometida por Mauricio Ortega contra su pareja, N. R., a la cual luego de una serie de agresiones físicas, termina por sacarle los ojos en plena vía pública.
Hoy por hoy, la represión al estallido social de octubre ha dejado, a la fecha, 197 personas con heridas oculares, siendo los casos más graves con pérdida parcial o total de un ojo debido al impacto de perdigones de goma/acero, cartuchos de bombas lacrimógenas así como también por la acción directa y desmedida de efectivos policiales. Cinco de esos casos son niños, niñas o adolescentes. Estas cifras son inéditas, dado que en ningún lugar del mundo se había documentado que hubiese ocurrido algo similar como parte del accionar de policías ante un problema de orden público.
Atreviéndome con cierta analogía de la práctica, en el caso de Ortega, el crimen ocurre en el ámbito de lo entendido como delito común, pero en el caso del gobierno de Sebastián Piñera, a través de Carabineros contra los manifestantes, ocurre en la asimetría del Estado contra individuos y ciudadanos, por tanto entendido como violaciones a los DD.HH. Si bien los actores y la masividad de la práctica son diametralmente distintos, en ambos casos el objetivo de cegar al otro es similar: la coerción e infundir terror en las víctimas mediante el tremendo abuso de la fuerza, provocando heridas irreversibles.
Imponer una visión de vida, en una era dominada por las imágenes, se volvió un horror extremadamente literal: si no te gusta mi visión, te quito la tuya es un gesto digno de esas antiguas divinidades neuróticas o autoridades medievales, desconectadas de lo terrenal y faltas de alteridad, pero ahora como acción que pasó a ser parte de una biopolítica estatal de control y dominación sobre los cuerpos, donde la mutilación ocular se ejerce para marcar permanente a todo enemigo que desafíe la autoridad de un Estado que exige obediencia irrestricta e incondicional a su visión de vida.
Como sociedad civil, la condena a esta práctica debe ser enérgica, mediante la constitución de una Comisión de Verdad y Justicia. Por todas y todos a quienes se les han violados sus derechos fundamentales. Por Gustavo Gatica, quien fuera impactado por perdigones sus dos ojos por acción la estatal y quien nos interpela hasta lo más profundo, señalando que “regalé mis ojos para que la gente despierte”¹. Por él y por las 200 personas cuya visión, sin duda, cambió para siempre.