Facultad de Arquitectura y Urbanismo
de la Universidad de Chile

Castigo
Iván Torres Apablaza
Universidad de Chile
Facultad de Filosofía y Humanidades
La relación cuerpo-castigo escenifica un ceremonial que tiene por objeto reconstituir la soberanía por un instante ultrajada y restaurarla en todo su cruento esplendor. Es esta fuerza la que se apodera el cuerpo para mostrarlo marcado, vencido, lacerado, destruido. De ahí que la ceremonia punitiva sea aterrorizante. Es una política del terror: hacer sensible a todos, la presencia omnipotente del soberano; función ejemplificadora para quienes podrían imitar el acto criminal.

El estado de excepción nos ha devuelto al lugar del cual nunca hemos salido. Ha puesto ante nuestros ojos una arcaica verdad acerca de la constitución de la ley soberana: la inclemente ferocidad de la fuerza. Durante las jornadas de protesta, la violencia estatal se ha vuelto cotidiana: cuerpos torturados, acribillados, fracturados, mortificados. El gobierno ha decretado el estado de excepción, aduciendo la restauración del orden y la seguridad amenazadas en el territorio nacional. ¿Cómo entender o conciliar el que, a causa de este propósito, se castigue a los cuerpos con singular brutalidad? ¿Cómo entender la relación entre cuerpo y castigo?

Michel Foucault ha mostrado que, a lo largo de la historia de Occidente, el castigo siempre ha concernido al poder, pero más precisamente, a una relación asimétrica cuya deriva es el dominio. También ha explicado que el cuerpo, antes que una realidad biológica, constituye un artefacto político. Al interior de esta historia, el castigo corporal cumple una función de marcaje, a partir de la cual, el poder se inscribe como un signo de reducción, humillación y daño, cuyo rastro intenta impedir el olvido del crimen por el cual se castiga; monumento de la infamia, autoafirmación exuberante de la fuerza, en la que se verifica un poder de soberanía sobre el cuerpo castigado y una comunidad condenada a recordar aquello de lo que el poder es capaz. Los medios de comunicación participan del espectáculo del castigo, ya que es en la visibilidad del exceso donde se manifiesta toda la economía del poder: el hecho del dolor, del grito desgarrado, de la piel perforada por las balas, es parte integrante de la gloria del castigo: no se trata de un accidente vergonzoso, sino del ceremonial mismo del poder manifestándose en su fuerza y ferocidad.

La relación cuerpo-castigo escenifica un ceremonial que tiene por objeto reconstituir la soberanía por un instante ultrajada y restaurarla en todo su cruento esplendor. Es esta fuerza la que se apodera el cuerpo para mostrarlo marcado, vencido, lacerado, destruido. De ahí que la ceremonia punitiva sea aterrorizante. Es una política del terror: hacer sensible a todos, la presencia omnipotente del soberano; función ejemplificadora para quienes podrían imitar el acto criminal.

Al mismo tiempo, la escena del castigo fabrica con singular insistencia, un estado general de hostilidad entre el cuerpo político y los cuerpos desnudos de sus enemigos, esto es, la designación de un frente de guerra. Desde este ángulo, todo castigo físico a manos de los cuerpos policiales y militares habría que entenderlo como una relación de re-apropiación política de los cuerpos, que castiga la des-posesión de la servidumbre, esto es, la des-posesión absoluta del orden; la respuesta desenfrenada frente a su rechazo, desprecio y desacato.

La violencia física no es un tacto, sino una aproximación disolutiva a los cuerpos en su diferencia. Es la lengua del orden, que escupe monosílabos asfixiantes, punzantes, desgarrantes. Es la negación de lo polifónico, lo propiamente cromático, la exuberancia de enunciados, experiencias, eróticas. A fin de cuentas, lo que se castiga es un modo insumiso de existencia, justo en un punto de excedencia donde el poder no puede ya nada y se vuelve ignorante respecto a la potencia de los cuerpos, señalando así, una singular paradoja: en el mismo acto de afirmación punitiva, el poder desafiado dispone la visibilidad de su propia impotencia, la imposibilidad de disponer de la fuerza de unos cuerpos económica y políticamente productivos. El castigo a los cuerpos, se vuelve masivo y cotidiano como intento compulsivo y desesperado por sostener un orden completamente alterado. Es la obtusa y arrogante respuesta frente a quienes -del modo más sencillo, portando consignas y pancartas, ocupando los espacios de una ciudad confiscada por el mercado de la existencia- exhiben la fragilidad y precariedad de un orden que se leas ha vuelto insoportable, irrespirable, invivible. Pese al sufrimiento, pese a los tormentos, pese al terror, estas escenas no son sino el anuncio de la caída, el presagio de un orden decadente, que ha desnudado conjuntamente, en los primeros gritos de protesta y las primeras ráfagas escupidas sobre los cuerpos, su irrecusable finitud.