El reconocer lo anterior no implica darle las gracias a la transición postdictatorial hipócrita que se justifica señalando que “la democracia es una excepción en la historia política del país”. Lo que procuramos es luchar, tratar de contribuir formulando algunas preguntas en este momento. Me refiero a ese espacio de tiempo preciso, enorme y a la vez tan mínimo, bello y puntual como el vivido en la coyuntura hoy.
Contra el autoritarismo del saber sin sentido, de aquella experiencia monumentalista de la historia, virilizante, plagada de mentiras, ideas y discursos que más bien huelen a vanidad y egocentrismo, la cual podemos ver combatida en la serie de sucesos que han llevado al pueblo a destruir los monumentos más simbólicos de la historia oficial, tal como lo ocurrido con la estatua de Pedro de Valdivia en Temuco. Observando la poética de la calle sublevada, los rayados, la melodía del bocinazo, del caceroleo, pensamos en esas miles de formas de protestar. Esas cucharas de palo que se quebraron protestando, en las voces, en los dolores de cada uno de los manifestantes, en esa rabia que explota, en esa tristeza que se acaba y en esa angustia que paradójicamente también se expresa.
Pensamos en los ojos de los jóvenes reventados por las fuerzas del orden policial, en los hombres y las mujeres violadas, torturadas, en sus vidas entregadas a la causa social. Entonces caben algunas preguntas inquietantes: ¿qué de cada uno se deja en cada protesta?, ¿con qué argumentos históricos propios, personales y colectivos vamos a manifestarnos?
Estas preguntas desafían el tiempo lineal si consideramos la historia como un quehacer constante, una acción política desde donde cuestionar el ejercicio del poder. ¿Desde dónde y hace cuánto tiempo las clases altas nos violentan? ¿Ha terminado la dictadura? ¿Alguna vez se acabó? Lo cierto es que seguimos caminando sobre los muertos, sobre aquellos restos porque –como dice Elvira Hernández– “Los arrojaron al mar / Y no cayeron al mar / Cayeron sobre nosotros”.
La larga historia contra el colonialismo, la inmensa lucha llevada adelante por las movilizaciones populares presentes desde el siglo XIX, la República Socialista de 1932, la reforma universitaria, la experiencia triunfante de la Unidad Popular son episodios notables que pueden llenarnos de orgullo. Orgullo y fuerza también podemos sentir si somos capaces de redefinir lo político a partir de códigos feministas latinoamericanos. Las luchas diarias por existir, por hacer suyo el conocimiento, por aprender, el esfuerzo que significa comer, vestirse, caminar, de llevar a cabo las labores domésticas, de laborar sin ver el producto que significa el trabajo, de explotar de rabia para sentir que lo que molesta en uno no es solamente uno, sino todo un cuerpo social, cultural y sistémico que no resiste más.
Estamos en un minuto donde es necesario cuestionar el modelo. Esto significa interpelar nuestros modos de ser, de nombrar la realidad, de producir saberes desde múltiples horizontes y cruces que puedan invitarnos a pensar desde dónde viene prosperando la violencia y la codicia, este grado intolerable de desigualdades interseccionales, económicas, raciales y de género vividas a diario.
Lo que convoca es sentirse afectados/as/es por un tiempo político persistente, una combinación de factores, un conjunto de circunstancias contingentes y cambiantes que tienen al sujeto/a/e histórico/a/e en la encrucijada de encontrarse entre su individualidad, ese deseo de trascendencia colonizado, arrogante, universalista, presentista, basado en el orden material dominante versus la oportunidad de entenderse distinto.
Al respecto, la visión de la historia del pueblo mapuche nos enseña a pensar más humildemente, a ras de suelo, sin neoliberalismo, conscientes de la potencia y al mismo tiempo de la finitud de ser hijos e hijas de esta tierra. Todos somos pasajeros. Le pertenecemos a la tierra porque en ella están nuestros ancestros, el pasado es presente y futuro también.