El estado de excepción suspende el Estado de derecho, en situaciones que ponen en riesgo el orden constituido.
El 19 de octubre, el presidente de la Republica decretó el estado de emergencia. Aquella semana se habían repetido las “evasiones masivas” para protestar contra el aumento del precio del transporte. El 18 de octubre, la protesta estalló en actos violentos. En los días siguientes, mientras los militares controlaban las calles, los desórdenes cedieron el paso a protestas no violentas. El viernes 25 de octubre, más de un millón de personas se congregó en plaza Italia.
El estado de emergencia se había justificado por los ataques “contra el orden público y la seguridad ciudadana y contra la propiedad tanto pública como privada”. Es decir, contra el orden constituido.
Efectivamente, las “evasiones masivas”, los cacerolazos, los ataques al metro, las marchas masivas, surgieron primero contra una medida puntual, considerada injusta, y luego contra algo mucho más amplio, no claramente definido, pero que todos comenzaron a identificar con un sistema que mantenía grandes desigualdades y que ofrecía escasas protecciones sociales. En este sentido, las protestas también crearon una suspensión. Suspendieron el orden constituido y los significados habituales. Lo hicieron a través de actos más bien intuitivos, sin argumentaciones, que durante unos días desbordaron en la violencia.
Esta suspensión ha generado un vacío, llenado durante algunas horas por millones de personas, las cuales han creado la ilusión que un orden distinto sería posible. En este vacío aparecieron críticas, explicaciones, incluso algunas propuestas, pero todavía frágiles y efímeras. Lo que corresponde ahora es llenar este vacío con acuerdos sólidos. No va a ser fácil, ni rápido, ni exento de riesgos, pero es lo único que podemos y tenemos que hacer. Con paciencia, tolerancia y perseverancia, tenemos que construir nuevos sentidos y hacer concretos nuevos derechos.